miércoles, 19 de diciembre de 2007

LA DAMA DE HONOR (La demoiselle d'honneur)


Dirección: Claude Chabrol.


Países: Francia y Alemania.


Año: 2004.


Duración: 110 min.


Género: Thriller, drama.


Interpretación: Benoît Magimel (Philippe), Laura Smet (Senta), Aurore Clément (Christine), Bernard Le Coq (Gérard), Solène Bouton (Sophie), Anna Mihalcea (Patricia), Michel Duchaussoy (Vagabundo), Suzanne Flon (Sra. Crespin), Eric Seigne (Jacky), Pierre-François Dumeniaud (Nadeau).Guión: Pierre Leccia y Claude Chabrol; basado en la novela de Ruth Rendell.


Producción: Antonio Passalia, Patrick Godeau y Alfred Hürmer.


Música: Matthieu Chabrol.


Fotografía: Eduardo Serra.


Montaje: Monique Fardoulis.


Diseño de producción: Françoise Benoît-Fresco.


Vestuario: Mic Cheminal.


Sipnosis

Philippe (Benoît Magimel), de 25 años, es un chico normal, atractivo, que vive con su madre y dos hermanas más pequeñas en un barrio tranquilo de las afueras y que acaba de empe-zar a trabajar con un contratista inmobiliario. En la boda de su hermana, se siente atraído por su dama de honor, Senta (Laura Smet), se trata de un amor a primera vista, pero Sen-ta no ama como los demás. Su pasión envuelve y consume a Phi-lippe. Más tarde ella declara que, como prueba de su amor mutuo, deberían matar a un completo extraño...



CRÍTICA por David Garrido Bazán
Chabrol en estado puro


Con el cine de Claude Chabrol pa-sa lo mismo que con otros autores consagrados y poseedores de un esti-lo personal, propio y reconocible co-mo pueda ser Woody Allen, Wong Kar-Wai o el mismísimo Clint East-wood, por citar a tres directores que poco más que eso pueden tener en común. Asistir a la nueva propuesta de un director cuya filmografía hemos no sólo seguido con interés a lo largo de las últimas décadas, sino muy a menudo devorado con cierta delecta-ción, es algo así como llegar a casa y ponerse un par de zapatillas viejas, de esas que tenemos más que vistas, desgastadas de tanto uso, pero que son mucho más cómodas que cualquier otra cosa y que se ajustan a nuestros doloridos pies a la perfección. Todo está de nue-vo ahí: el universo en engañosa calma de una pequeña ciudad de provincias, la familia burguesa con sus pequeñas miserias cotidia-nas y sus siempre mal disimulados secretos de cuyo ámbito siem-pre salen los protagonistas de sus historias, el crimen como esqui-va justificación argumental para contar cosas que interesan mucho más a la afilada mirada de este director y, por supuesto, el ritmo siempre tranquilo, sin prisas, en el que el aparente "nunca pasa na-da" del escenario que Chabrol va creando ante nuestros ojos pasa de un rutinario mar en calma a una furiosa tempestad que amenaza con devorarlo todo a su paso sin que, en el fondo, su aspecto exte-rior haya cambiado demasiado. Pura esencia del mundo chabrolia-no depurado con el paso de los años y con algún que otro matiz nuevo, lo justo para eliminar la siempre engañosa sensación de que estamos ante la misma película que ya hemos visto antes.
"La dama de honor" ofrece como única pero importante nove-dad frente a anteriores ficciones de Chabrol el análisis lúci-do, y, afortunadamente, nunca moral, de una exacerbada pasión amorosa que, llevada al límite por la peculiar manera de entenderla de uno de los integrantes de la pareja, comporta una se-rie de imprevisibles consecuencias. Tras ese minucioso estudio de la perversidad llamado "Gracias por el chocolate" y la enésima y mucho menos interesante disección de los cadáveres exquisitos que toda familia burguesa de buen nombre guarda en los armarios de su historia que era "La flor del mal", Chabrol fija aquí su mirada en dos personajes absolutamente arrebatados sobre los que articu-la una danza de amor, deseo y muerte que no es que nos sea des-conocida (ejemplos de películas que han retratado pulsiones amo-rosas con visos de conducir a la catástrofe a ambos o a uno de los que la padecen hay a cientos) pero que el director, como el viejo zorro que es, sabe cómo llevarse a su terreno y hacer que encaje a la perfección y de manera coherente con los temas sobre los que ha vuelto una y otra vez a lo largo de su filmografía. No en vano —como "La ceremonia", sin duda una de sus mejores películas— "La dama de honor" está basada en una novela policíaca de Ruth Ren-dell, una escritora cuyo universo y el de Chabrol parecen estar en bastante sintonía a juzgar por los excelentes resultados fílmicos que ha dado su colaboración.


Bien es cierto que "La dama de ho-nor" se toma su tiempo en arran-car: Chabrol se detiene durante los primeros veinte minutos de pe-lícula a hacer una de sus diseccio-nes típicas del principal protago-nista de la historia y su entorno más cercano. Philippe —un correcto Benoît Magimel que tiene aquí la vir-tud de ir de menos a más según avan-za el metraje y que, en cierto modo, vuelve a encarnar a un personaje que pasa por un trance parecido al de "La pianista"— es un joven perteneciente a una familia burguesa de provincias venida un poco a menos, en la que ocupa el papel del hombre de la casa frente a su madre y sus dos hermanas pequeñas, una formal y a punto de contraer matri-monio con un curioso bombero y otra díscola que coquetea con los pequeños hurtos, dos formas que Chabrol parece contraponer en un objetivo común: escapar de ese ambiente familiar más opresivo de lo que parece a simple vista. Philippe es un tipo responsable y serio, tiene un buen trabajo y lleva una vida cómoda. Pero esconde algunas inseguridades: Chabrol las pone de manifiesto con el muy hitchcockiano mcguffin del busto que domina el inicio del filme, un busto que su madre regala primero a un posible pretendiente que en el fondo no está nada interesado en ella y que Philippe recupera después de que éste se haya deshecho a su vez de él. Es intere-sante observar cómo, con fina ironía, Chabrol retrata el carácter ob-sesivo oculto de Philippe a través de la dependencia fetichista que éste tiene con el dichoso busto de Flora, que oculta a la familia y que juega un papel curioso en la historia.
Es entonces cuando hace su aparición Senta (espléndida Laura Smet, sin duda el gran descubrimiento de la película), una de esas mujeres desconcertantes y turbadoras capaces de sugerir con sólo una mirada abismos de pasión tan prometedores como peligrosos. Senta seduce a Philippe y éste se ve arrastrado por la fascinación que despierta en él una mujer que se conduce por el amor desde unos planteamientos tortuosos, incluso sórdidos, opuestos por descontado a los principios por los que Philippe rige su vida. Cha-brol evita cuidadosamente cualquier tipo de enjuiciamiento de tipo moral y se aplica a proporcionar a Senta un trasfondo para enten-der al personaje desde sus propias motivaciones. Desde ese punto de vista juega un papel fundamental el uso de la fotografía por parte de Eduardo Serra (luminosa en los espacios que habita Philippe y mortecina, oscura como ese descenso a los abismos de la pasión y la locura, en el mundo de Senta) y una laboriosa tarea de diseño de producción que contrapone de forma constante la típica casa burguesa que habita Philippe, con su jardín y sus espacios abiertos, y el lúgubre sótano que refle-ja mejor que ninguna otra cosa la enrarecida vida de Senta. Hay de nuevo un gusto por el detalle nada casual como la primera vez que Philippe desciende a esa estancia, por una lóbrega escalera ribe-teada por esas paredes gastadas por el paso del tiempo que son toda una premonición, o la manera en que ese mismo sótano cobra algo de vida según ambos profundizan en su relación o según el es-tado de ánimo siempre cambiante, siempre imprevisible, de Senta.


Chabrol construye un relato en el que se nos muestra cómo una pasión que empieza como pueden empezar tantas otras historias de amor deviene en todo un juego enfermizo y destruc-tivo que acaba por conducir al crimen —crimen cuya resolución, por cierto, poco importa al director más allá del juego argumental que ofrece para lo que verdaderamente le interesa, que es la evolución de sus personajes—. Jugando con el elemento sexual de una manera mucho más evidente que en anteriores películas suyas, Chabrol escarba en los recovecos más turbios de esa pasión y acaba ofreciendo una visión de la misma nada atrayente, sino más bien pesimista: la pulsión amorosa como mo-tor de la vida, sí, pero también de destrucción cuando una de las partes implicadas bordea peligrosamente los límites de la cordura y empieza a hacer demandas desorbitadas.
Llena de infinitos detalles de esos que se dejan caer por la historia con ese aire entre liviano y socarrón, pero que en el fondo conforman la solidez narrativa de la propuesta, "La da-ma de honor" es, además de la película más redonda que Chabrol nos ha ofrecido desde "La ceremonia", la obra más deliberadamente hitchcockiana en los últimos tiempos del di-rector de la Nouvelle Vague al que más reiteradamente se le ha re-lacionado con este director. No es sólo ya que a lo largo del argu-mento uno pueda encontrar referencias más o menos cercanas a películas como "Extraños en un tren" o incluso "Psicosis", sino que la misma puesta en escena apuesta por soluciones estilísticas cuyos referentes apuntan en la misma dirección. Ejemplos de ello hay unos cuantos: ese travelling que sigue el punto de vista subjeti-vo de Philippe en su último recorrido por la casa en busca de Sen-ta; o ese fantástico plano ligeramente inclinado del corredor en la escena en la que Senta visita la casa de Philippe con la excusa de recuperar su vestido (otro elemento que Chabrol convierte en algo muy perverso al final de la película) y fija la mirada en éste mientras su madre abandona la casa anticipando lo que va a ocurrir; o el ya mencionado mcguffin del busto de piedra, cuya única función es re-velarnos la debilidad de carácter de éste y sugerir hasta qué punto su fascinación por Senta tiene que ver en un primer momento con el parecido físico entre ésta y la estatua.


Chabrol sigue con el paso de los años depurando su estilo, que nunca deja de ser tan elegante como apa-rentemente sencillo, y se mantiene fiel a sus constantes de toda la vida. Por ejemplo, se permite la introduc-ción de leves toques de humor irónico (véase el seguimiento de Philippe por parte del policía calvo) que en otro di-rector menos cínico podría resultar de lo más inapropiado en ese tramo final, cuya resolución un tanto atropellada tiene su razón de ser en el hecho de que Chabrol hace ya rato que nos ha contado lo que más le interesaba y el resto no deja de ser para él una simple cuestión de formalidad. Sin duda, el director francés que mejor encarna en la actualidad el concepto del bon vivant ha llegado a un punto en su carrera en el que le importa bien poco in-fringir las reglas si con ello puede seguir disfrutando de esa enorme libertad con la que uno sabe que nos va a seguir ofreciendo histo-rias como ésta, tan coherentes con ese universo chabroliano en el que la normalidad se va transformando lenta pero inexorablemente en algo mucho más inquietante que invita a cierta reflexión. Quizás a alguno no le baste. A mí, qué quieren que les diga, este Chabrol en estado puro, el Chabrol de siempre, me basta y me sobra.

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